El torero gaditano ha querido expresar en una carta los duros momentos que ha vivido y aún sigue viviendo desde el pasado mes de octubre
Carta íntegra de Ruiz Muñoz
Alrededor de los días de mi comparecencia en la Real Maestranza de Sevilla, en la corrida de toros del pasado 7 de abril, algunos medios de comunicación dieron a conocer –con el máximo respeto y afecto– algunos aspectos de la situación familiar que estoy viviendo desde el pasado mes de octubre de 2023. Desde entonces no he dejado de recibir llamadas telefónicas por parte de aficionados y profesionales (compañeros del escalafón, banderilleros, ganaderos…), lo que agradezco enormemente aunque apenas disponga de tiempo para atenderlas como se merecen, pues me faltan horas para poder cumplir con tanta gente que me demuestra constantemente su cercanía.
Por eso, considero que ha llegado el momento de detenerme para explicar lo que está ocurriendo en mi entorno familiar, dado que está repercutiendo de manera directa y determinante en mi carrera taurina. Siento la necesidad de compartir estas circunstancias como manera de devolver tanto afecto.
Es de todos sabido que soy un torero que manifiesta su situación anímica delante de los animales. En este sentido, no sé esconderme bajo un disfraz ni interpretar aquello que no siento. Mi toreo refleja aquellas cosas que me hacen gozar y sufrir.
Vivo en torero las veinticuatro horas del día, y cada jornada lucho por crecer en el desempeño de mi profesión. Llevo muchos años en este camino, en el que he superado todo tipo de circunstancias, algunas muy complicadas, y todo se lo debo a mi esposa, que es la base de mi vida (en lo personal y en lo taurino).
Junto a Ana me he convertido en un hombre con objetivos claros: ella me hace mejorar como persona y, por tanto, como torero. Ella me sostiene en los momentos de duda, especialmente cuando todo parece ponerse a la contra. Su fe, su confianza, su exigencia y su alegría han sido claves para que yo pueda encarar los malos tragos y para disfrutar de los buenos momentos. Ella me conoce mejor que nadie: sabe que delante del toro me vuelvo transparente, es decir, que expreso lo que estoy viviendo en mi interior.
Ana ha sido consciente, desde que nos conocemos, de que para ascender en la escalera del prestigio taurino es fundamental la fortaleza, la paciencia y la perseverancia, que deben alimentar la seguridad de que uno puede dar al público lo mejor de sí mismo. Ella es mi fortaleza, el motor de mi paciencia y la razón de mi perseverancia. Ella y mis dos hijos, así como la fe en Dios, me han llevado a recorrer con optimismo todos estos años. Son los amores de mi vida, el mejor de los equipos para afrontar mi profesión… Pero todo se ha tambaleado. Hemos sufrido un golpe durísimo en nuestra vida familiar que repercute en mi vida personal y, como es lógico, en la taurina.
Antes de continuar, quiero dejar claro que con estas líneas no pretendo despertar lástima. Sé que en el mundo hay muchas personas que sufren tanto o más que nosotros. Esta certeza me ha llevado a mantener la máxima discreción durante muchos meses, a aceptar el dolor como una cuestión únicamente mía y de mi entorno. El público no tiene por qué conocer lo que ocurre con los toreros fuera de los ruedos. Pero, como decía, hace un tiempo que siento la necesidad de explicar – con paz– qué nos ha sucedido. Para entender a su vez mejor al torero.
El 29 de octubre de 2023 acudimos al hospital. Ana iba a dar a luz a nuestro segundo hijo. Nada hacía presagiar que el parto iba a complicarse de una manera dramática, porque tras practicarle una cesárea de urgencia, mi mujer entró en una parada cardiorrespiratoria que se repitió en dos ocasiones: una de 5 y otra de más de 10 minutos. Los médicos lograron salvarla de lo que parecía una muerte inminente. Y aunque estabilizaron sus constantes vitales, Ana entró en un estado de máxima gravedad en el que se mantuvo durante tres semanas. Durante aquel tiempo estuvo entre la vida y la muerte, en un coma profundo que se extendió a lo largo de los 2 meses en los que estuvo en la UCI. No solo no consiguió recuperar la consciencia, sino que los médicos nos certificaron que había sufrido un daño cerebral severísimo.
Desde aquel día de otoño Ana se encuentra hospitalizada, en un estado de vigilia sin respuesta (es decir, en coma). Y la cuido con todo el amor del que soy capaz, pues sigue siendo el eje de mi existencia.
Quisiera que aquellos que lean esta carta entiendan que he pasado de vivir con mi esposa y mi hija de tres años, a dividir mis horas entre el hospital (ocupado en todos los cuidados que ella requiere) y nuestro hogar (atendiendo las necesidades afectivas y materiales de Manuela y de José, que es el último fruto de nuestro amor). Por tanto, es fácil entender que he pasado, en un instante, de entrenar mañana y tarde con capotes y muletas, y de alternar la preparación necesaria en las ganaderías, a buscar huecos inverosímiles para coger los trastos y acudir a los tentaderos.
Por otro lado, meses antes del terrible episodio que acabo de explicar, durante la semana 16 del embarazo de nuestro hijo, los médicos le detectaron una ventriculomegalia, que es una inflamación de los ventrículos del cerebro. Nos advirtieron que había posibilidades de que esa afección fuera incompatible con la vida o que naciera con algún problema grave que arrastraría a lo largo de los años. Tanto Ana como yo tuvimos claro, desde el primer momento, que José era un regalo del Cielo, una muestra de confianza por parte de Dios. Por eso no dudamos en seguir adelante, aceptando lo que pudiera ocurrir, dispuestos a brindarle los mejores cuidados. Una vez nació –aquel 29 de octubre– los doctores me comunicaron que su problema no parecía generar ningún síntoma de gravedad. Sin embargo, una semana después su malformación se convirtió en una hidrocefalia, lo que le hacía correr un riesgo mayor. Los cirujanos programaron una operación para filtrar esa inflamación ventricular, de modo que pudieran revertir la obstrucción de dicho canal. Y por esas cosas que trae el destino, la intervención quedó programada para el día siguiente a mi actuación en Sevilla.
Doy las gracias, de corazón, a todas las personas que nos quieren, así como a los médicos, celadores y enfermeros que trabajan por la salud de mi mujer y los demás pacientes con daños cerebrales de la planta. Además, estamos recogiendo el cariño que mi mujer repartió por todos los rincones.
No puedo ocultar que paso muchos momentos en los que siento que la vida se me ha puesto cuesta arriba. Soy consciente de que Ana no me va a poder acompañar de la misma manera que lo hacía, pero también sé que ella me pide no venirme abajo, que me crezca en la adversidad, que la ame con las mismas fuerzas del primer día, que sea un padre ejemplar para nuestros niños y que, además, no renuncie a mi carrera.
Tengo que reconocer que tras la tarde del 7 de abril se me vino el mundo encima, que me sentí sumergido en un pozo sin fondo… del que desde hace unos meses he decidido salir. Torear es para mí una vocación, una llamada que me obliga a darme por completo para expresar mis sentimientos con la máxima pureza y para que, de ese modo, el público viva momentos de extrema felicidad. Mi mujer, aunque sufría al asumir los riesgos de esta profesión, me alentaba para que la desarrollara por encima de cualquier circunstancia. Como he dicho, desde hace unos meses estoy más asentado. He recuperado la ilusión y la fuerza necesaria para cumplir ese objetivo, con el que deseo poder dar a los míos el mejor de los cuidados.
Muchos profesionales y amigos se preguntaron si hacer el paseíllo en la Maestranza no fue una locura, si después de lo que nos está sucediendo no debería haberme ido a casa. La verdad es que si actúe en Sevilla fue porque sentía que ese era mi camino, como lo fue la tarde de Niebla (Huelva) una semana después del nacimiento de José y, por ende, del accidente que sufrió Ana. Muchos pudieron comprobar (la corrida la televisó Canal Sur), aun sin saber con certeza lo que estaba padeciendo, que es en los sentimientos más profundos donde nace el arte del toreo. Hacer el paseíllo en el pueblo onubense era mi compromiso y mi deber, sobre todo respecto a mi esposa, que tanto se había sacrificado para que yo llegara a aquella tarde.
Ahora puedo contar que, la de Niebla, fue la tarde más difícil de mi carrera: cada detalle me recordaba a ella. Aunque corté las orejas a un toro de Murube, lo mejor para mí fue que superé las circunstancias y que mi toreo fluyó, sin importarme el huracán que tanto dificultó la lidia. Superar aquellas adversidades me dio ánimo y esperanza.
Durante el invierno, sin hacer ruido, logré una preparación extraordinaria en el campo. Eso sí, tuve que hacer filigranas para no desatender ninguna de mis principales obligaciones (¡qué importante es el apoyo total de la familia de Ana y de la mía!). Ganaderos, toreros y aficionados estuvieron pendientes de mi inclusión en los carteles de la temporada sevillana.
Los horarios de hospital, las reuniones con los médicos y el cuidado de mis hijos, junto con los entrenamientos y tentaderos, me pasaron factura. Apenas lograba dormir y me costaba alimentarme de una manera adecuada. Además, me hice consciente de que la situación hospitalaria de mi mujer iba a alargarse en el tiempo. Aunque no lo quise ver, todo aquello me hizo mella. Y no lo quise ver porque conseguí estar delante de los animales al nivel que llevaba tantos años buscando.
A principio de temporada toreé un festival en Arcos de la Frontera y otro en Alcalá de los Gazules. En el primero cuajé un novillo como he soñado tantas veces. En el segundo, bajo un vendaval, comprobé que seguía creciendo.
Por eso, cuando me vestí para hacer el paseíllo en Sevilla estaba convencido de que ante el toro había alcanzando el mismo abandono que la vida me está exigiendo en el ámbito personal.
El primero de mis toros no dio opciones de triunfo, pero por momentos me encontré bien. Fue una pena que me atascara con el descabello, pues todo quedó afeado a ojos del público. El segundo, después de pararlo con decisión con el capote, supe que no me iba a servir. En el primer muletazo se me vino al pecho, a partir de ahí se paro. En ese momento se me vino encima toda mi situación familiar y lo que significaba para mi que no salieran las cosas ese día, di la faena por concluida. Me duele el sainete que di con los aceros, pero mi ánimo había naufragado.
Aceptar lo que sucedió aquella tarde fue un nuevo golpe, pero pronto me di cuenta de que tenia que pasar, para poder reconstruirme primero como persona y después seguir creciendo como torero. Soy torero y eso me ha ayudado a afrontar los duros momentos que estamos viviendo.
Aparte del cuidado de mi familia, lo único que me hace evadirme y sacar la tristeza que acumulo es el toro. Por eso anhelo ponerme de nuevo el vestido de luces.
Ojalá pronto nos veamos en la plaza. Hasta entonces, os mando todo mi cariño y gracias.
Ruiz Muñoz